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Cultivado en las montañas de Tramuntana, el olivo da forma al paisaje mallorquín y le da una identidad única, el resultado de la unión entre la naturaleza majestuosa, donde las montañas alcanzan picos de más de 1000 metros, y el trabajo humano, que a lo largo de los siglos creó minuciosamente canales de riego, terrazas y caminos de piedra. Para convencerse, basta con caminar por la Sierra de Tramuntana hacia el Barranc de Biniaraix o por el sendero de la Muleta (GR 221) que conecta Sóller con Deià, o admirar el olivo de Can Det, elegido el mejor olivo monumental de España. Este árbol, con su enorme tronco, es testigo de su larga vida, ya que fue plantado en el siglo IX por los moros. En aquella época, el olivo, traído por los fenicios, se había aclimatado a la isla. Cuando los moros se establecieron en Mallorca, trajeron consigo albaricoques, berenjenas y alcachofas, y desarrollaron una agricultura de subsistencia. Cada pueblo buscó la autosuficiencia y cultivó cereales, verduras, uvas y aceitunas. Hábiles e ingeniosos, los moros desarrollaron un sistema de riego que aún es visible en la Tramuntana. Para evitar que el agua fluyera y causara erosión, construyeron terrazas en las laderas de las montañas.
En el siglo XIII, el rey Jaume I completó la reconquista de la isla. Esclavizó a los moros y «especializó» la isla en el cultivo de aceitunas, cereales y viñas. El aceite de oliva interesó especialmente al joven rey de Mallorca, ya que su comercio estaba en auge: en el siglo XIII, la gente incluso usaba aceite de oliva para la iluminación.
Jaume transformó la Tramuntana en un dominio industrial. Construyó 20.000 km de terrazas de piedra seca, utilizó los sistemas de riego desarrollados por los moros e injertó olivos silvestres con variedades productivas. El comercio floreció y los olivares se convirtieron en minas de oro. La industria del jabón, que se desarrolló en Marsella, requería toneladas de aceite de oliva: 12.000 quintales salían de los puertos de Palma o Sóller con destino a la ciudad a finales del siglo XVIII.